07 septiembre 2006

Poder Judicial

ADOLFO LEÓN GÓMEZ

PRESIDENTE

1903 Y 1906

(Pasca, Cundinamarca, 1858): periodista, poeta, dramaturgo, historiador, parlamentario y jurisconsulto. Presidente de la Academia Co­lombiana de Historia.

Fundó la revista Sur América. Autor de numerosas obras, entre las que se cuentan El tribuno de 181O, Diálogos historiales, Crónicas, Anéc­dotas de abogados colombianos; Intimidades, Recuerdos del colegio; Al través de la vida; Prescripciones y términos legales, Pruebas judi­ciales; Coronel Anselmo Pineda; Poesías; Varios dramas, sainetes y zarzuelas.

PODER JUDICIAL

Entre los tres Poderes que deben coexistir independientemente en las verdaderas Repúblicas, quizá el más importante es el que de un modo menos ostentoso presta á los asociados sus servicios: el Poder Judicial. Brillante es la misión del Ejecutivo; alta y trascendental la del Legislativo; pero es augusta como ninguna la del que administra justicia. Los primeros son como el vistoso frente y los altos muros del edificio social; el otro como el cimiento, sin el cual aquél y éstos rodarían por tierra.

En las primitivas agrupaciones humanas, al hacerse sentir con la prime­ra discordia la necesidad de la justicia -nativa sed del corazón del hombre-­ se acudió instintivamente á los individuos más ancianos, más sabios ó más dignos para que decidiesen la diferencia y diesen á cada cual lo suyo; y nació así el Poder Judicial. Luego, al instituirse reglas para lo futuro y al dictarse disposiciones encaminadas á asegurar el bienestar común, apareció el Legislativo. Y si bien en tales rudimentarias asociaciones y después en todos los Gobiernos monárquicos y absolutos, el Ejecutivo prevaleció sobre los demás poderes y principalmente sobre el Judicial, que, al decir de Montesquieu, es el más débil, ello no implica que complemento de éste no sean ó no deban ser los otros, como quiera que las leyes se hacen y se ejecutan para que reine la Justicia, que es la meta del Poder Judicial.

Es tanta la importancia de este Poder, que las sociedades donde él esta corrompido son sociedades heridas de muerte, aunque parezcan llenas de vigor; al paso que donde él es respetable y respetado -como afortunadamen­te sucede entre nosotros- hay gérmenes de vida y albores de renacimiento, siquiera por otros motivos los países se vean empobrecidos y débiles.

Cuando la desmoralización, como gangrena, invade algunos ramos del poder público, queda una esperanza: la Justicia, que es la mano que amputa los miembros dañados; pero cuando llega hasta esa misma mano, puede decirse que el cuerpo social está en putrefacción y que tan solo aguar­da, al borde del abismo, el puntapié de alguna generación nueva que para siempre lo sepulte.

Fincando, como finca, en el Poder Judicial la seguridad de los asocia­dos; siendo él el guardián de los más caros intereses del hombre, cuales son el honor, la propiedad, la vida; estando constituido para que ante él puedan ocurrir con igualdad republicana así los pequeños y los humildes como los grandes y poderosos; debiendo oír á toda víctima sin que su queja se pierda en el rumor de adulación é intriga que rodea á los otros poderes, preciso es que tanto los legisladores, como los gobernantes y los particulares, se esfuer­cen en buscar y reunir todos los medios y todas las circunstancias que dan ó garantizan la independencia, la rectitud y la sabiduría que han menester los encargados de administrar justicia.

Por eso me he propuesto en esta sencilla conferencia, no elegante y erudita como las precedentes, pero bien intencionada como ninguna, tomar ligera nota, para los jóvenes estudiantes, de cuanto creo encaminado á lograr aquellos fines.

Con tanto mayor acierto se juzgarán los litigios y las causas, cuanto menos motivos de temor, interés, amistad ó gratitud coarten la libertad y la seguridad con que deben obrar los juzgadores. La independencia es, pues, el primer requisito indispensable para que haya buen Poder Judicial, desde luego que ella es la base más firme para afianzar la honradez personal del Juez, sin la cual jamás se administra verdadera justicia.

La independencia estriba principalmente en que los demás poderes públicos tengan la menor influencia posible sobre el Judicial, porque, como dice el autor citado, no hay libertad cuando el Poder Judicial no está separado del Legislativo y del Ejecutivo.

De ahí que sea tan importante determinar primeramente quién debe nombrar los altos Jueces. Veamos lo que han dispuesto á este respecto las constituciones de algunos países republicanos.

El artículo 119 de nuestra actual Constitución atribuye al Presidente de la República la facultad de nombrar los Magistrados de la Corte y también los de los Tribunales de ternas que le presente la Corte.

El 86 de la Constitución Argentina de 1860, reformada en 1866, dice: "El Presidente de la República nombra los Magistrados de la Corte Suprema y de los demás Tribunales federales con acuerdo del Senado".

El 48, numeral 11, de la del Brasil de 1891, dispuso, que los Magistra­dos federales fuesen nombrados por el Poder Ejecutivo á propuesta del Supremo Tribunal. Los miembros de éste también son nombrados por el Ejecutivo, con aprobación del Senado (artículos 56 y 48).

El 82, numeral 7°, de la de Chile de 1874, dio igualmente al Poder Ejecutivo la facultad de nombrar los Magistrados y los Jueces letrados de primera instancia, á propuesta del Consejo de Estado.

El 95 de la del Uruguay de 1830 encargó el nombramiento de los letrados de la Corte Suprema á la Asamblea General.

El 113 de la del Paraguay de 1870, dispuso que los miembros del Supe­rior Tribunal fuesen nombrados por el Presidente de la República con acuer­do del Senado; y los de los Tribunales inferiores, por el mismo, con acuerdo del Superior Tribunal.

El 69 de la de Bolivia de 1880, dice, que "la Corte Suprema se compone de siete Jueces elegidos por la Cámara de Diputados de una lista de tres candidatos presentados por el Senado para cada uno de ellos".

El 110 de la del Ecuador de 1884, dispuso que los Ministros de la Corte Suprema fuesen elegidos por el Congreso por mayoría de votos.

El 77 de la de Venezuela de 1881, dice también que los Ministros de la Corte Suprema los nombrará el Congreso.

El 65, numeral 5°, de la del Salvador de 1883, dispuso que los Magistrados de la Corte de Casación y de las de Apelaciones fuesen elegidos por el Congreso.

El 92 de la de México de 1878, que los miembros de la Corte Suprema fuesen nombrados por elección indirecta de primer grado.

El 108 de la de Nicaragua de 1893, que los Magistrados de la Corte fuesen elegidos popularmente.

El 73 de la de Costa Rica de 1871, dio también al Congreso la atribución de nombrar Magistrados de la Corte.

El 126 de la del Perú de 1860, atribuyó al Congreso la facultad de nombrar los Magistrados de la Corte Suprema, á propuesta, en terna doble, del Poder Ejecutivo.

El 133 de la de Haití de 1889, dio al Presidente de la República la facultad de hacer esos nombramientos.

El 54 de la de Guatemala de 1879, dice que al Poder Legislativo

corresponde el nombramiento de Magistrados.

El 118 de la de Honduras de 1894, que los Ministros de la Corte serán electos popularmente.

Como se ve, los Legisladores de esos diversos países han fluctuado, según las circunstancias y las épocas, ya haciendo que el Poder Ejecutivo nombre los altos dignatarios del Judicial, ó ya encargando los nombramientos á la más elevada Corporación Legislativa. Solamente dos establecieron la elección popular.

La gratitud hacia quien dá el destino, el temor á quien puede quitarlo, el deseo de agradar al círculo político dominante, la antipatía al bando opuesto al de las personales convicciones, son siempre obstáculos que entor­pecen la acción recta del Juez y que pueden torcer sus juicios. De ahí que cuando el Poder Ejecutivo es quien hace los nombramientos de funcionarios del Judicial, conserve siempre sobre los nombrados una poderosa influencia, que con dificultad se sacude. Y entonces resulta el gravísimo mal de que uno de los tres Poderes, que en las verdaderas Repúblicas deben funcionar á igual nivel, se ve supeditado en absoluto por el más absorbente y dominante de ellos, acabándose así el equilibrio republicano.

Cuando tal sucede, los Jueces no tienen la libertad necesaria para fallar, porque los amarra la gratitud hacia quien ellos creen deber el pan de su fa­milia. El temor reverencial al Poder Ejecutivo y á cuantos lo rodean es muchas veces causa de aquellas providencias vacilantes que hacen nula la justicia á los de abajo por temor á los de arriba; de aquellas actuaciones que revelan el miedo de los que temen les quiten el destino; de aquellos fárragos aduladores, ajenos á la seriedad del estilo jurídico, de quienes aspiran á congraciarse con los mandatarios.

Cuando los Magistrados de la Corte son nombrados por el Congreso y los de los Tribunales por las Asambleas Seccionales de ternas propuestas por la Corte y para períodos que empiecen después de disueltas esas Corpo­raciones legislativas, aquellos peligros desaparecen por completo. La gratitud del nombrado repartida entre tantos individuos, que cuando él vaya á ejercer no tienen ya el prestigio ni la influencia del puesto, y de los cuales ninguno puede enrostrarle el destino como personal favor, no es en verdad un lazo que entrabe la imparcialidad; á diferencia de lo que acontece cuando el que nombra es un gobernante que reclama para sí toda la gratitud del favorecido y que sigue ejerciendo la influencia de su posición sobre todos los empleados.

No conviene tampoco que los Magistrados judiciales sean elegidos popularmente, como disponen las Constituciones de Honduras y Nicaragua, citadas, ora porque las elecciones públicas, mientras no sea muy levantado el carácter nacional y mientras los Gobiernos no den garantías eficaces, son por desgracia irrisorias; y ora porque aquellos cargos requieren especialí­simas condiciones de sabiduría y probidad, que el pueblo no puede casi nunca apreciar y buscar bien, como podrían los ilustrados miembros de un Congreso. En la índole del pueblo está apasionarse por el brillo de prendas antes propias de los caudillos, militares y de los tribunos, que de los Jueces; y no ver las menos ostentosas, pero acaso de más valía, de austeridad y rec­titud en éstos necesarias. Si al pueblo se dejase la elección de Magistrados, resultarían electos los hombres más avezados á la intriga y á las luchas po­líticas, que son precisamente los más malos juzgadores: porque la línea recta que debe seguir el Juez, no se compadece con las curvas y acomodati­cias de los políticos.

Los Jueces superiores y los de Circuito deben ser nombrados, sin in­tervención ninguna del Poder Ejecutivo, por los Tribunales, porque nadie puede apreciar mejor que ellos las aptitudes y condiciones de los candidatos, y porque debiendo los Tribunales revisar las providencias de los Jueces, están directamente interesados en que éstos sean rectos, ilustrados y activos, para evitarse así el enorme trabajo que dan los intrincados procesos que el desorden y la falta de método de los ignorantes ó de los pillos forman. Pero ese interés saludable cede ante el más apremiante de no malquistarse con el Ejecutivo, cuando no pueden elegir libremente, sino que apenas forman temas para que escoja el Gobierno, como disponía el artículo 80 de la ley 100 de 1892, ya derogado por ley de este año.

La gratitud no es parte para disminuir la imparcialidad cuando es el Tribunal quien nombra los Jueces, porque entonces ella se resuelve en es­fuerzos por acertar en los fallos y por aparejar bien los juicios, á fin de complacer al Superior, lo que es una gran ventaja.

Otra circunstancia necesaria para la independencia del Poder Judicial, es que sus miembros no puedan ser suspendidos en el ejercicio de sus destinos, sino en los casos y con las formalidades que determinen las leyes, ni depuestos sino en virtud de sentencia, como previenen el artículo 160 de la Constitución y el 3 del Código de Organización Judicial. Cuando el Juez tiene sobre su cabeza, como la espada de Damocles, la amenaza de la suspensión ó de la remoción según sean sus fallos, se ve en una tortura ho­rrible entre su conciencia por un lado y su interés por otro al tener que juzgar asuntos que afecten á los que pueden quitarle su destino; y en esa lucha muy bien puede suceder que caiga.

Pero aquella sabia disposición quedaba por tierra respecto de los Magis­trados de los Tribunales, ante el artículo 225 del mismo Código que permitía al Poder Ejecutivo trasladarlos de un Tribunal á otro por causas de conve­niencia pública. Porque es evidente que tanto como remoción vale el he­cho de que un Magistrado que tiene en un lugar establecidos su hogar y su familia, se vea de un día para otro mandado trasladar al confín de la Repú­blica, cuando quiera que alguno de sus fallos desagrade al Gobierno.

La trashumancia hace nugatorio el nombramiento de Magistrados para toda la vida, y es el látigo con que el Poder Ejecutivo amenaza y humilla al Judicial, que debe ser su igual ante la República y su superior ante la conciencia.

Dícese que la trashumancia es necesaria donde el puesto es vitalicio, para poder por medio de ella quitar los malos Magistrados cuando convenga. Los que tal dicen, sostienen implícitamente un absurdo: ó que el que es mal Magistrado en un lugar puede ser bueno en otro, ó que un Distrito Judicial tiene obligación de sufrir los malos Magistrados que otro no ha podido so­portar, ó que la trashumancia se ha establecido, no para trasladar Magistrados por conveniencia pública de un lugar á otro, sino para removerlos de un modo indirecto cuando plazca al Poder Ejecutivo. Lo primero peca contra el sentido común, lo último contra el tenor literal de la ley. Si la rectitud debe brillar siempre en los actos de los particulares, con mayor razón ha de ostentarse en los de los Gobiernos y los Legisladores. Así, si alguna vez puede ser removido un Magistrado, séalo de un modo franco, y no por el indirecto y velado, y como tal indigno, de aparentar que se le traslada á otro Tribunal. Los hechos hablan: jamás se trashuman Magistrados por conve­niencia pública, pero ni aun por ignorantes, por morosos, por ineptos: estos se dejan como carga perpetua de los pueblos; pero sí se trashuman los que no tienen esas tachas ni hacen falta en otras partes, cuando por alguna circuns­tancia política lo creen conveniente los Gobiernos. Una buena legislación debe dejar á los ciudadanos la esperanza de librarse de los malos Magistrados por un medio menos humillante para el Poder Judicial, por algo más leal y más correcto y que no dependa del mero capricho de los gobernantes.

La tercera circunstancia garantizadora de la independencia judicial, es la largueza en la remuneración de la penosa labor de los juzgadores y la seguridad que ellos tengan de recibida completa, puntualmente. A algo de eso tienden con mucho acierto, el artículo 160 de la Constitución y el 3 del Código de O. J. cuando dicen: "No podrán suprimirse ni disminuirse los sueldos de los Magistrados y Jueces de manera que la supresión ó disminu­ción perjudique á los que estén ejerciendo dichos empleos". Cuando los Jueces tienen un sueldo correspondiente á su altísimo ministerio y saben, además, que lo recibirán religiosamente y que durante su período no les será quitado ni disminuido en manera alguna, pueden andar con la frente alta, como quien se siente independiente y libre, como quien conoce el va­lor del puesto que ocupa y sabe que vive de su propio esfuerzo; pero cuando creen que les puede ser quitado ó disminuido de un momento á otro, entonces andan vacilantes y temerosos y se humillan ante quien puede arrebatárselo.

Cuando la remuneración es mezquina y no alcanza para sostener medio decentemente á los que siquiera por la dignidad del puesto deben vivir en respetable posición, entonces los despachos se descuidan y se demoran y la administración de justicia se resiente, porque sus empleados andan buscando para vivir, los recursos que su ruda misión da insuficientes. Y si el pago de los sueldos se aplaza ó se suspende indefinidamente, entonces el mal es gravísimo: la justicia y la tranquilidad social peligran y la confianza de los ciudadanos en sus Jueces decae. En efecto, ¿Qué seguridad de criterio puede tener para fallar sobre intereses ajenos, quien anda afanoso reclamando los suyos indebidamente retenidos? ¿Qué ecuanimidad puede exigirse á quien no se entrega el pan que gana con el sudor no ya del cuerpo sino del alma? ¿Qué consagración, qué independencia, qué respetabilidad pueden esperarse de quien bajo el peso de angustias diarias, se ve quizá forzado á pedir, á deber, á humillarse?

Cuando los sueldos del Poder Judicial no se pagan, los pueblos no tienen más garantía de justicia que la honradez personal de los Jueces; pero ella, no debe ser jamás la única que se dé á los ciudadanos, porque aunque el deber aliente al Juez y lo sostenga contra toda odiosa tentación, nunca debe un Gobierno exponer á tan peligrosa prueba á quien ya tiene sobre sí tanta responsabilidad y tanto trabajo. Bien es que la sociedad confíe en sus Jueces, pero no debe ir hasta tenderles ella misma lazos para que caigan, porque le puede acontecer lo que al curioso impertinente de que habla Cervantes.

País que quiera buena administración de Justicia, páguela bien, como se hace en Inglaterra, en donde el nombramiento de Jueces recae en jurisconsultos de primera nota, pagándoles una remuneración equivalente á la que gana el más notable abogado en el ejercicio de su profesión. Entre nosotros los Magistrados de los Tribunales tienen $400 de sueldo, y más gana en un mes, con menos sinsabores, cualquier abogado digno. Cuando ese servicio se paga mal, resultan siempre funestas consecuencias, de las cuales la menor es que al fin no soliciten los puestos judiciales, sino los que no pudiendo bastarse á sí mismos, se aferran á los destinos.

Es también prenda de independencia judicial el artículo 159 de la Cons­titución, idéntico al 2 de la ley 100 de 1892, que dice que los cargos del orden judicial no son acumulables, y son incompatibles con cualquier otro retribuido, y con el ejercicio de la abogacía. Acertada disposición es esa, porque evita que el Poder Ejecutivo domine al Judicial, ofreciendo á sus miembros otros cargos remunerados; porque quita al Juez perturbadores intereses extraños, que pudieran ocasionarle graves males: el de que los Jueces poco escrupulosos caigan en prevaricato por la facilidad que tendrían de dirigir negocios que ante sus colegas o quizás ante ellos mismo cursaran, y el de que por el interés de formar doctrinas para sus asuntos propios, esta­bleciesen erróneas interpretaciones de la ley en los ajenos.

Otra importantísima garantía de independencia es el derecho que se asegure á los Jueces de ser reelegidos, no simplemente por buena conducta, sino merced al probado y notable buen desempeño de su cargo. Y no debe bastar lo que generalmente se llama buena conducta, porque á veces esta no es sino la incapacidad que tienen los ineptos lo mismo para el bien que para el mal, la inactividad de las nulidades, la bondad infecunda y pa­siva de los hombres-ceros. Oh! no. La reelección debe hacerse no como una gracia, sino como consecuencia de un derecho adquirido; tan sólo respecto de aquellos que á más de observar conducta intachable pública y privadamente, hayan visto la mayoría de sus fallos confirmados ó reproduci­dos por los superiores ó encomiados por la prensa, no hayan sido suspendidos jamás en el ejercicio de sus destinos, ni incurrido en la más mínima demora, y hayan logrado rodearse de aquella respetabilidad que da el incesante cumplimiento del deber. El que tales circunstancias reuniese, podría presentarse con la frente alta del que exige un derecho, no con la espalda doblada del que implora favores, á pedir un nuevo nombramiento ó un ascenso, como un título de honor dignamente ganado; como signo de una victoria debida al propio esfuerzo, no como consecuencia de intrigas, de adulaciones y de padrinazgo. Así la Magistratura vendría á ser una carrera donde el hombre honrado y estudioso pudiera, avanzando paso a paso por la vía no arbitraria de la ley y la moral, ir por sí mismo desde el Juzgado de humilde aldea, hasta la presidencia de la alta Corte de Casación, como debe ascender el buen militar, desde soldado hasta general, ganando sus galones uno á uno, de esfuerzo en esfuerzo, de combate en combate. Respetable ciertamente, sería un poder judicial cuyos puestos sólo ganase el mérito, nunca el favoritismo.

II

Veamos ahora algunas de las condiciones que son necesarias en el individuo para ser buen Juez.

La primera é indispensable condición de un buen juzgador es la honra­dez. Sin ella es más peligroso y temible el Juez inteligente é ilustrado que el ignorante y torpe, porque la mala fe que va envuelta en el burdo ropaje de la ignorancia y de la estupidez, pronto se conoce y fácilmente se remedia; pero la que el talento esconde con habilidad entre las galas de la erudición y la dialéctica, causa daños tan irreparables como imprevistos, y es como la flecha envenenada que llega sin saberse de dónde y no se siente sino cuando mata. Sin rectitud, jamás es bueno el Juez, mientras que con ella lo son todos los estudiosos que se dediquen con asiduidad á cumplir su misión.

Porque la honradez hace que el Juez tenga siempre por norte la Justicia, y ésta, como faro inextinguible, saca al bien intencionado á buen puerto, y es guía seguro en el intrincado laberinto de las leyes. He ahí por qué ganó tan­to y tan merecido aprecio un antiguo Presidente de la Alta Corte de Justicia de la Nueva Granada, de quien se cuenta que cuando estudiaba con sus ilustres compañeros los arduos pleitos que debían decidir, después de meditar profundamente, indicaba al fin, con clarísima visión jurídica, la manera como, en su concepto, debía fallarse, y decía: "La Justicia es ésta: busquemos ahora la ley que ha de aplicarse para salvarla".

Debiendo siempre los jueces aplicar estrictamente la ley, se alarman los ignorantes pensando que hay muchos casos en que se sacrifica la justicia ante una disposición legal, y creen que por eso las sentencias debieran llevar en vez de la fórmula de "administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley", esta: "Aplicando la ley en nombre de la Justicia y por autoridad de la República". Pero no hay tal: las leyes son ó deben ser justas, de modo que cuando el Juez las aplica correctamente, acata la justicia absoluta, la justicia social, la que conviene al mayor número; y si por ello algún particular por ignorancia propia ó por mala fe ó descuidos de sus causantes, que es lo más frecuente, sufre algún perjuicio, justo es que lo sufra para bien de todos y para enmendar el vicio, que acaso de atrás y sin saberlo él mismo, afecta lo que tiene por su derecho sin serlo realmente.

La honradez de los Jueces no consiste, como algunos creen, tan solo en no ser prevaricadores. Exigirles eso no más, seria simplemente contentarse con que no fueran infames. No tal: la honradez de los sacerdotes de la jus­ticia debe ir más allá. No está solo en no hacer una villanía, sino en hacer muchas cosas que el interés personal esquiva y que la rectitud impone. En la honradez entra en ocasiones el deber de estudiar algo más, ó de dedicar al despacho más horas de las que fija el Código; en ella entra el evitar las demoras, que suelen causar grandes perjuicios á los que impacientes esperan un fallo; en ella entra el método, que evitando la confusión, ahorra los gas­tos. Ella debe ir hasta donde fue la del ilustre doctor Félix Restrepo, gloria del foro patrio, que entregó su caudal á un litigante á quien con una sentencia injusta, dictada por error disculpable, había perjudicado. Ella debe ser la del abogado francés Mr. Chamillard, de quien se refiere que habiendo hecho perder á un cliente su pleito porque olvidó presentar y hacer valer oportuna­mente un documento que aquél le había dado, no vaciló, cuando aterrado encontró el papel en su cartera y se convenció de que si lo hubiera presentado habría salvado la causa, y de que ya era demasiado tarde porque no había apelación, no vaciló, digo, en recoger cuanto dinero pudo, y llamando al cliente se lo entregó todo; y luego suplicó al Presidente de la Corte que no le volviese á encargar ningún asunto porque él mismo se tenía por sospechoso desde que había cometido tan grave falta.

El prevaricato vulgar, el de los abyectos que venden la justicia con su honor, si acaso existe, es afortunadamente algo más que raro entre nosotros. Quizá ya no pasa sino en la menguada imaginación de los que juzgando por su propia bajeza las almas de los otros, creen que hay quien pueda dar por algo no sólo la justicia, sino su puesto y su nombre y el porvenir de sus hi­jos y la memoria de sus antecesores. La dignidad impone siempre, y siempre impide que haya quien se atreva á hacer al que la revela, proposiciones criminosas. Por eso muchos pasan largos años en los puestos judiciales sin oír siquiera una indirecta alusión á tratos criminosos y sin tener ni aun la noticia de que haya ocurrido un caso de esos entre sus colegas. Para que los malvados se atrevan á proponer, fuerza es que estén ciertos de que el otro es capaz, por lo menos, de oír la proposición.

Puede suceder que los juzgadores, sin ánimo de torcer la justicia, reci­ban obsequios que quizá por benevolencia, por lástima ó por debilidad de carácter no se atreven á devolver. Preciso es tener la energía suficiente pa­ra rechazarlos siquiera sea por propia conveniencia, porque de no hacerlo, si el donante gana el pleito, atribuye el éxito á ellos y desprecia al Juez; y si lo pierde también lo desprecia, creyendo que la contraparte anduvo sin duda más pródiga en obsequios.

Una noche estaba un honradísimo Magistrado de la Corte Suprema granadina en su estudio privado, acabando una importante resolución que debía dictar, cuando de parte de uno de los interesados en el pleito le llega un valioso regalo. Fue tal el sentimiento de aquel probo Juez por la injuria que creía recibir, que el conductor del obsequio apenas tuvo tiempo de salir corriendo dejándolo sobre una mesa, mientras el otro enviaba á un sirviente á llamar á su amigo doctor Rufino Cuervo, Vicepresidente de la República, diciendo: "Corre y dile que me acaban de dar una puñalada". A poco llega angustiado el doctor Cuervo creyendo encontrar á su amigo ensangrentado y acaso agonizante. ¿Dónde está la herida?, dice, -Aquí contesta el Magis­trado señalando el corazón, y allí el puñal, añadió mostrando el regalo, que al siguiente día fue devuelto.

La segunda condición de los buenos jueces es el conocimiento de la ley y la práctica. A ese fin se encaminan: el artículo 150 de la Constitución Nacional y el 16 del Código de Organización Judicial que exigen para ser Magistrado de la Corte, haberlo sido de un Tribunal, ó haber ejercido con buen crédito, por cinco años á lo menos, la profesión de abogado ó el profeso­rado de Jurisprudencia, y el 154 de la misma Constitución, y el 62 del citado Código, que requieren para poder ser Magistrado de un Tribunal, haber desempeñado durante tres años, por lo menos, funciones judiciales ó ejercido la abogacía con buen crédito, ó enseñado Derecho en un estableci­miento público. De las Constituciones ya citadas, la del Uruguay exige pa­ra ser miembro letrado de la Corte, haber ejercido por seis años la profesión de abogado y cuatro la de Magistrado; la de Bolivia, haber sido Ministro de alguna Corte de Distrito ó fiscal de ella por cinco años, ó haber ejercido diez la profesión de abogado; las del Ecuador y la Argentina, haber ejercido por ocho la profesión de abogado con buen crédito; la de México, estar instruido en la ciencia del derecho; la del Salvador, ser abogado de la República, tener instrucción y moralidad notorias, y haber ejercido la profesión de abogado por cuatro años, ó por dos la Magistratura ó Judicatura de primera instancia; la del Paraguay, ser de una ilustración regular; las de Guatemala y Nicaragua, ser abogado y seglar; y así otras varias disposiciones de diversos países.

El que entra al Tribunal sin haber sido Juez antes, ó sin haber ejercido dignamente la abogacía, es como el que es nombrado General sin haber ganado los grados precedentes. El valor del último no está en él mismo; está en el conjunto de todos los anteriores.

Cuando á los jueces de Circuito, no estoy lejos de creer que para nom­brarlos, debiera exigirse á los aspirantes la prueba de estudios formales, el título de abogado, ya para tener una prenda más del saber del futuro juzgador, ya para estimular á los jóvenes estudiantes de Derecho á hacer bien y comple­ta la carrera, y ya, en fin, hasta restituir su legítimo valor al grado y al título de doctor, que de tanto prodigarse como se prodiga, se ha vuelto nulo, y aun ridículo, porque nada vale lo que todos tienen, y á muchos sobra. Quizá sería mejor exigir el de licenciado que en México y en otros países se da á los abogados, dejando para otras profesiones, que lo reivindican con más empeño, el asendereado doctorazgo, al cual por ser tan común, puede pasarle lo que al nobilísimo título de Don, de los Reyes y grandes de España, que después de haber servido para premiar las hazañas de ínclitos héroes, rodó hasta los palurdos, á quien se considera mucho llamar señores.

¡Cuántas veces para un joven largos años en los claustros de un colegio haciendo inauditos esfuerzos por coronar una carrera y acaso penosos sacri­ficios para proporcionarse los libros necesarios; y cuando al cabo de tanto trabajo y tanto estudio, torna al lejano hogar donde la familia aguarda impa­ciente al nuevo doctor que ha darle bienestar y brillo, ve con desaliento que el tan anhelado título lo tiene todo el mundo, lo arrastra cualquier leguleyo y lo vulgariza quienquiera que ocupe un puesto público, muchas veces ob­tenido á poder de adulaciones y bajezas!

¿A qué encerrarse en los colegios, á qué los gastos y los desvelos, á qué los temibles exámenes de grado, dirán los jóvenes impacientes, si con lograr un destino, si con pocos meses de práctica en las oficinas judiciales se consiguen el título y los puestos que da la profesión de abogado? Y de ahí que muchos deserten de las aulas para tomar por el atajo lo que debieran

ganar por el camino que honraron ilustres jurisconsultos. Para algo, creo, han de servir los diplomas que expiden los colegios en prueba de estudios serios, y que debieran guardarse con cariñoso aprecio, como recuerdo de largas noches insomnes pasadas sobre los libros, como señal de inolvidables triunfos y de meritísimos esfuerzos.

Y no se diga que exigir en los Jueces por lo menos el título de licenciado, es atacar la libertad de honrada industria -de la cual soy decidido partida­rio- ora porque la judicatura no debe considerarse como una industria, sino como un respetabilísimo sacerdocio, que no se puede ejercer sin llevar la corona que acredite la aptitud debida; y ora porque si lo fuera, en la mano de todos estaría ejercerla, adquiriendo aquella credencial de idoneidad.

El argumento de que hay muchos titulados que no saben nada, solo prueba que los que nombran los jueces deben tener para negar el puesto á los ineptos, el valor moral que, sin duda, faltó á los examinadores de grado para negarles el título por ignorantes. Este debe servir para acreditar idonei­dad, pero por ella y no por él ha de darse el puesto; así como los documentos públicos sirven para probar lo que relatan, sin que por eso deje de haber muchos que hacen constar hechos falsos y que por lo mismo suelen anularse. Dícese también que muchos ilustrados y expertos juristas quedarían excluidos de aquellos puestos por carencia de un diploma que holgaría en sus bufetes; pero á eso podría contestarse que si son tan hábiles y si tanto conocen la ciencia forense, fácil les es adquirirlo; aparte de que teniendo esas ventajas, ni ellos necesitan de los penosos puestos judiciales, pues la abogacía les de­be producir lo suficiente para pasar bien la vida, ni esos puestos los necesitan á ellos, habiendo, como hay, abundancia de jóvenes que abrazan el estudio del derecho, precisamente con el fin de seguir la carrera de la Magistratura.

Don Justo Arosemena, comentando la carta fundamental del Uruguay de 1829 y citando en su apoyo la de Suiza, critica la exigencia de requisitos especiales para ocupar las plazas de jueces y dice "Es tan natural que el nombramiento de un Juez recaiga en una persona entendida en la jurispru­dencia, como lo es que la construcción de un edificio se encargue á un arquitecto". Natural es por cierto; pero desgraciadamente no siempre sucede así, pues los menguados intereses de partido, el servilismo y los empeños, suelen hacer del Poder Judicial campo de destinos para repartir entre quienes convenga á los repartidores, no entre quienes las necesidades sociales ó la jurisprudencia demanden.

La exigencia del título en los Jueces de Circuito tiene, además, las ventajas de hacer más prestigioso y respetable el puesto y de inspirar á los ciudadanos más confianza en los administradores de justicia, porque algo prometen los estudios largos, la consagración y los esfuerzos de que el título es prueba.

Otra condición del buen Juez es ser hombre de carácter. Y cuán raro es el carácter, por más que todos se jacten de tenerlo. Más escasos son en el mundo los hombres de carácter que los de talento, y el talento sin carácter es simplemente una mercancía en quien lo posee. El carácter es el rasgo especial de los hombres que se distinguen entre las multitudes. Los hombres de carácter son los que marchan siempre por la vía inexorablemente recta del deber. Y esa es la más difícil de seguir, porque en ella es fuerza pasar por encima de cuantos se pongan por delante. Y esa es precisamente la que deben trillar los Jueces, como los ferrocarriles: sobre dos rieles paralelos, rectos, inflexibles, que son: la Justicia y la Ley.

De falta de energía emanan aquellos fallos que no dan completo su derecho á quien lo pide, como para consolar así, al que pierde, dejándole siquiera un jirón de lo ajeno; que no condenan á la pena merecida, sino á alguna menor, ó que no hacen efectivas las conminaciones legalmente im­puestas, como para que el penado quede á deber favores que no hay derecho para hacerle; que se esfuerzan por contentar á ambas partes, dejándolas tal vez agraviadas á ambas, porque la justicia á medias es una positiva injusticia. La verdadera justicia tiene las brusquedades de la línea recta.

De los jueces débiles son aquellas innumerables providencias morato­rias que tan fácilmente se acomodan á nuestros engorrosos procedimientos, pero que tan reñidas están con la justicia; de ellos es aquel detener la salida de las sentencias, aunque estén dictadas, como para aplazar lo más posible el disgusto del agraviado; de ellos es aquel inacabable orillar de las cues­tiones, por miedo de irse á pique yendo á fondo.

En manos de los jueces pusilánimes el Código Judicial es red donde se envuelven todos los derechos y todas las cuestiones, laberinto en donde se pue­de andar litigando eternamente, sin encontrar jamás ni la justicia, ni la salida. Al paso que ante los jueces de carácter, las leyes procedimentales son el hilo salvador que conduce brevemente al no arbitrario fin marcado por ley sustantiva.

El juez sin carácter, el juez del miedo, el que no tiene el valor del puesto, se conoce en su primer auto. Pedidle, v.g., un arraigo, que requiere tanta celeridad, y so pretexto de exigir papel, de pedir informes al secretario, ó de librar notas de comparendo al futuro arraigado, como para avisarle que se vaya, le dará sobrado tiempo para estar lejos cuando obtengáis una irrisoria resolución favorable. Pedidle la intimación de un mandamiento ejecutivo, y á buen seguro que cuando al cabo de muchos meses é infinitos esfuerzos la logréis, ya el deudor tendrá en mano de otro todos sus bienes; pedidle que obligue á alguna persona que sobre él tenga ascendiente á rendir cuentas de bienes ajenos, y pasarán los años, hasta que al cabo, en la fatigosa lucha contra las trabas judiciales, quedarán, agotada la paciencia y escarnecida la justicia. Pero esos jueces del miedo que jamás se atreven contra los pode­rosos, los ricos ó los de elevada posición, son terribles cuando por su lado cae un infeliz. Entonces son inexorables, porque quieren lucir energías de que carecen, y vengar humillaciones atrasadas que la debilidad ha acumulado sobre sus hombros. Entonces la justicia en sus manos es temible, como es peligroso el humilde yugo en las astas de un buey enfurecido.

Los jueces sin carácter, cuyo tipo es Pilatos, son los peores jueces. Siempre respetables, siempre en apariencia buenos, siguen abandonando al justo mientras se lavan las manos; siguen ahogando la justicia en el abrazo paternal con que acarician á ambas partes.

La justicia, como la verdad, no admite contemporizaciones ni términos medios.

Los que la dan como favor, son falsos sacerdotes de su templo.

Consecuencia del carácter es la reserva, ó el respeto inviolable al secreto profesional. Dice, con razón, el artículo 197 del Código de Organización Judicial: "Todos los empleados judiciales tienen obligación de guardar reserva acerca de las decisiones que deban dictarse en los juicios, hasta que sean publicadas en debida forma". La ley XIII, partida III, título IV, decía: "Otrosi decimos que cuando los judgadores entienden que alguna de las partes que ha razonado ante ellos tiene pleyto torticero, ó que es en culpa del yerro de quel acusan, que debe mucho encobrir sus voluntades, de manera que non muestren por palabras nin por señales qué es lo que tienen en co­razón de judgar sobre aquel fecho fasta que dar su juicio afinado. Et faciéndo desta guisa mostrarse han por homes sabidores, et entendudos, et firmes, et de buenos corazones, et acrescentarán la honra de su oficio, et aun la gente que han de mantener los honrará mas et les habrá mayor miedo; et si de otra guisa ficiesen acaescerles hia todo el contrario". Importantísima cosa es la reserva sobre las sentencias que están acordadas ó acaso escritas, pero aún no autorizadas, porque una revelación imprudente puede causar funestos resultados. Una ocasión en el Tribunal de Cundinamarca un joven escri­biente, acaso por descuido, hizo conocer á un litigante el resultado adverso de un valioso pleito cuya sentencia estaba poniendo en limpio. El litigante para evitar la salida del fallo, provocando inmediata recusación, movió grave escándalo que produjo desagradables consecuencias; pero el Presidente del Tribunal, tan luego como notó que el secreto había sido violado, convocó á acuerdo y en el acto mismo fue removido el imprudente empleado. Debiera en las Oficinas Judiciales imitarse el ejemplo de Sir Arturo Wellesley, á quien una vez ofrecía un Ministro espléndida remuneración porque le revelase qué ventajas se habían reservado á su príncipe después de cierta batalla. Sir Arturo lo miró fijamente por algunos momentos, y al cabo dijo: Paréceme que sí sois capaz de guardar un secreto. -Ciertamente, contestó el Ministro esperando la revelación-. Pues yo también, añadió el otro volviéndole la espalda.

Otra indispensable condición del buen juez es la laboriosidad. Forzoso le es consagrarse exclusivamente al desempeño de su incesante tarea. Respecto de ella es más cierto que nunca aquello de que no se puede servir á un tiempo á dos señores. Son tantas y tan delicadas las cuestiones que siempre tiene al estudio el Juez, que no puede sin desatender siquiera alguna consagrarse á otra ocupación, ni menos aún gastar su tiempo ociosamente.

Pero no basta la absoluta consagración: es necesaria, además, la activi­dad, porque es deber moral y legal del Juez despachar dentro de los términos y no demorar jamás. El que ilegalmente tarda en dar á cada uno su derecho, se hace cómplice de quien lo ha quitado ó violado; retiene el bien ajeno que en su mano está dar á su dueño; y, además, quita á este parte de la vida misma, que se agota en los interminables días de espera, en las horribles horas de la duda, en los amargos momentos de la desconfianza. ¿Cómo podrán dormir tranquilos esos Jueces que demoran por meses y aún por años el despacho de sentencias que quizá alguna infeliz familia espera en la miseria con angustioso afán? ¿No conciben acaso lo que es tener el pan de los hijos, el patrimonio de la esposa, el fruto del trabajo de toda una vida, pendiente de un fallo judicial? ¿No sospecha el mal que hacen á los abo­gados, sobre todo á los que en su actividad y su esmero fincan su clientela, cuando con las injustificables demoras les echan encima las quejas, las impertinencias y hasta la desconfianza de los clientes, que no pueden com­prender que la justicia, si es justicia, sea tan lenta, y que el abogado, si lo es, no tenga medio para hacer que despachen? ¡Oh así como la angustia quema la vida del que espera sobre todo si tiene el nervioso afán de los hombres que han nacido para el trabajo, así debieran los expedientes quemar las manos de los jueces morosos, de los que se han comprometido á des­pachados por un sueldo, no á cobrar un sueldo por eternizarlos!

Si el litigante no tiene razón, debe desengañársele cuanto antes para evitar gastos y sinsabores innumerables á él, á la contraparte y quién sabe á cuántos más; y si tiene el derecho que pide, debe dársele pronto, antes de que la tardanza se lo haya vuelto quizá inútil, quizá ilusorio. Qué de veces no se han visto sentencias que mandan restituir un bien valioso, acaso una fortuna, á quien después de interminables años de litigio ha muerto ya de desesperación y de miseria! ¿Quién ignora que la infeliz gente del pueblo suele pasar en el Panóptico largo tiempo, mientras morosísimos funcionarios instructores van levantando abultado sumario que termina por sobresei­miento, ó mientras se forma lentamente una causa que acaba por declaratoria de inocencia ó por condenar á unos meses de presidio al que ha agonizado en él por muchos años?

Y no se alegue, para no despachar oportunamente, que el cúmulo de negocios no permite tener la oficina al corriente. El artículo 1828 del Código Judicial con razón rechaza esa disculpa, ya porque el legislador ha señalado términos de sobra suficientes para el despacho de cada providencia, de mo­do que un hombre medianamente activo y práctico pueda llevar siempre al corriente su oficina; y ya porque si para alguno eso fuere imposible, por pereza, por ignorancia ó por enfermedad, expedito le queda el camino co­rrecto: ese tal debe renunciar.

También es cualidad inapreciable en los administradores de justicia la suavidad de maneras, porque para condenar, para negar, para castigar, es más oportuna la dulzura que para pedir ó conceder. Los jueces deben ser como varas de acero forradas en raso. Nada tan ajeno á la serenidad del Magistrado como el tono de sarcasmo para rebatir, de reproche para negar, y de altiva superioridad para conceder, con que desgraciadamente se empa­ñan muchas brillantes sentencias. Ese yerro en que suelen incidir algunos funcionarios, por lo regular cuando creen su puesto vitalicio, viene de que se convencen de que el respeto que el público digno tributa á la elevada categoría del Juzgador, se lo merecen por sus méritos personales y nada más. Preciso es convencerse de que la misión de administrar justicia es tan alta, que cualquiera de esos puestos honra al hombre, aunque sea Salomón, y no el hombre al puesto, aunque éste sea un humilde Juzgado Municipal.

En resumen, cuando se trata de las condiciones de un buen Juez, debe tenerse presente la Ley 1, partida III, título IV, que decía: "Los judgadores que facen sus oficios como deben han nombre con derecho jueces, que quiere tanto decir como homes bonos que son puestos para mandar et facer derecho..." y la ley III de allí que añadía: "acuciosamente et con grant femencia debe seer catado que aquellos que fueren escogidos para ser jueces ó adelantados, que sean cuales deximos en la segunda Partida deste libro; pero si tales en todo non los pudieren fallar, que hayan en si á lo menos estas cosas: que sean leales, et de buena fama, et sin mala cobdicia, et que hayan sabiduría para judgar los pleytos derechamente por su saber ó por uso de luengo tiempo, et que sean mansos et de buena palabra á los que vinieren en juicio ante ella, et sobre todo que teman á Dios et al que hi los pone; ca si á Dios temieren guardarse han de facer pecado, et habrán en si piedat et justicia...".

III

Tratemos ahora de otras circunstancias que deben estudiarse por cuan­tos tengan interés en que el Poder Judicial sea lo mejor posible.

Duración de los destinos.- Mucho se ha discutido sobre si convenga ó no que los altos puestos judiciales sean vitalicios. De las constituciones citadas atrás, ninguna de las cuales es anterior á 1894, las del Brasil, Chile, La Argentina, Uruguay, por sus artículos 57, 110, 96 y 95 respectivamente, declaran que los destinos de Magistrados de la Corte Suprema ó del Tribunal más alto, deben ser vitalicios, ó dejarse durante la buena comportación de los nombrados. Las del Paraguay, El Salvador, Costa Rica, Honduras y Santo Domingo y Venezuela por los artículos 112, 106, 125, 122, 68 y 79, respectivamente, fijaron á esos puestos el período de cuatro años; las de México (artículo 92) y Ecuador (artículo 115), seis; y la de Bolivia (artículo 68), diez. Nuestra Constitución de 1886 vigente, declara vitalicios los desti­nos de Magistrados de la Corte Suprema y de los Tribunales, por sus artículos 147 y 155.

Dícese que la inamovilidad es la mejor garantía de la independencia. Pero no es cierto: las verdaderas garantías de ella son las que dejamos ex­puestas.

Las otras razones principales que se dan para sostener que esos puestos deben darse para toda la vida, son: que ese es el medio de formar Magistrados verdaderamente ilustrados y prácticos, por el acopio que necesariamente hacen de saber y de experiencia desempeñando continuamente tales car­gos, y que así se evitan las intrigas y la agitación, tan perturbadoras de la tranquilidad pública, que surgen cada vez que hay que cambiar el personal de ese ramo; el trastorno de los archivos, la demora en los despachos y el desorden en las oficinas, que son consecuencia necesaria de cada renovación.

Sin embargo, la alternabilidad en los puestos públicos, que es uno de los cánones salvadores de la República, produce siempre mayores ventajas que la perpetuidad, aun suponiendo que debiera esperarse siempre de esta el aumento de ciencia en los Magistrados. Y digo suponiendo, porque dado el modo de ser del espíritu humano, su tendencia al reposo y la facilidad con que el envanecimiento de los altos puestos lo ciega, no es siempre cier­to que mientras más duran en sus destinos los Magistrados, más sabios se hagan. Esto sucederá tal vez cuando teniéndose el puesto por un período mas ó menos largo, da el buen desempeño derecho á reelección; mas no cuando se cree seguro para toda la vida, porque entonces, esa seguridad, engendra el descuido, y á la larga hasta las naturalezas más activas se vuelven perezosas, la práctica degenera en rutina, y la Jurisprudencia se hace capri­chosa y personal. Una vez resuelto un caso de determinado modo, el Ma­gistrado en los análogos aplica su propia doctrina como verdad indiscutible, sin preocuparse por hacer nuevos estudios, de modo que un error varias veces repetido, acaba por convertirse en axioma, en verdad infalible. Está en la miseria el corazón humano la tendencia á sostener sus actos y opiniones, encaprichándose en ellos con tanto mayor empeño, cuanto mayor grado de humildad se requiera para volver atrás, ó para confesar el error; y difícilmente cede el de arriba ante el que cree abajo, muy abajo, porque solo ve desde la altura del puesto la actitud humilde del que implora. La Jurisprudencia es una ciencia que adelanta día por día, y, como las locomotoras, al que no va con ella lo deja atrás, cuando menos piensa, como inútil rezagado.

Los Magistrados que se sienten para siempre seguros en sus puestos, se limitan por lo regular á despachar con las luces y la práctica que ya tienen, las muchas cuestiones concretas, la mayor parte semejantes, que diariamente entran á su estudio, sin cuidarse de la Jurisprudencia abstracta y general que avanza y cambia con la rapidez de la civilización, y que sin sospechar se les escapa. De ahí que á veces los hechos vengan á desmentir la fama de sabios de algunos viejos jurisconsultos; porque confiados en su acopio de conoci­mientos y engreídos con antiguos triunfos, se han quedado, sin saberlo ellos mismos, sentados sobre sus laureles á la vera del camino por donde vuela el tren de la ciencia.

La entrada del elemento joven y nuevo en los Tribunales por promoción gradual, según la idea de Rousseau en su sistema de Gobierno para Polonia, es como en todas partes, ventajosa. Y si los cambios bruscos totales y fre­cuentes producen perturbaciones en las oficinas, demora en el despacho y confusión en los negocios, todo eso se evita estableciendo que los períodos no sean muy cortos y que la renovación se haga parcialmente, y con jueces prácticos que suban por sus méritos y que son como veteranos experimenta­dos en la lucha, como soldados que ascienden en el mismo campo de batalla.

Otra inmensa desventaja de que los puestos de Magistrados se den por toda la vida, es la de imponer á los pueblos, como insacudible yugo, la obligación de soportar allí á individuos gastados, ignorantes ó morosos, solo porque su conducta es buena y su hogar respetable. Contra esos Magis­trados perniciosísimos, no por lo malo que hacen, debe dejarse á la sociedad al menos el consuelo de esperar en su reemplazo al fin de un período. Peligroso es no dejar más medios de salir de ellos que los trastornos públi­cos, la muerte ó la escandalosa promoción á mejores puestos que merecen todavía menos.

Los períodos de cuatro á seis años en que los Magistrados se renueven parcialmente son lo mejor, porque así se va saliendo sin escándalo de elemen­tos malos, no hay cambios bruscos, y se abre porvenir á los jóvenes que legítimamente aspiran á hacer carrera en la Magistratura. Y si además se establece reelección, no como favor, ni simplemente por la buena conducta -porque es sabido que muchos buenos son peores que los malvados, porque contra estos siquiera haya el recurso de una causa criminal- sino como un derecho de los que lo hayan adquirido por su rectitud, su ciencia y su laboriosidad probadas, se habrán obtenido todas las ventajas de los puestos vitalicios sin sus inconvenientes.

Publicidad.- Otra circunstancia que ayuda eficazmente á la buena marcha de la administración de Justicia, es la publicidad. "Dadme, decía Mirabeau, hablando á nombre del pueblo de Marsella, dadme el Juez que queráis: parcial, corrompido, enemigo mío, si así os place: poco me importa, con tal que nada pueda hacer que no sea á presencia del público".

Con razón se dice que la publicidad es el alma de la Justicia.

Los Tribunales secretos y los fallos dictados y cumplidos á la sombra y en reserva, fueron tenebrosas aberraciones de épocas por fortuna ya pasadas.

Nada hay que los buenos jueces deseen tanto como la publicidad de sus providencias: ella hace conocer la actividad, la ilustración, los esfuerzos que de otro modo quedan casi siempre ignorados; ella es comprobante eficaz cuando con dignidad se aspira á un ascenso como derecho adquirido por el propio meritorio esfuerzo, no como favor de los poderosos; ella, en fin, es la mejor arma con que el Juez honrado desbarata a los rastreros ataques de los calumniadores. La publicidad es también la picota de los malos jueces: allí se exhiben los ignorantes y los estúpidos; allí sabe el público quiénes deben dejar el puesto al cumplirse el período, ó quienes merecen arrastrar cadena de presidiarios, en vez de estar arrastrando por el lodo la justicia. Por la publicidad se esmeran en acertar y en ser verídicos los que juzgan y los que litigan; por ella los que dictan sentencias inapelables, temen siempre esa última y suprema apelación al Tribunal social y se miden en sus juicios; por ella en fin, se hace luz, y con esta entra la justicia en los debates judiciales.

Edad de las personas encargadas del servicio judicial.- Según el artículo 102 del Código de Organización Judicial, para ser Juez se necesita, entre otras cosas, ser ciudadano en ejercicio y para ser ciudadano requiere el artículo 15 de la Constitución haber cumplido la edad de veintiún años. Para ser Magistrado de un Tribunal es preciso haber llegado a la de treinta años; y para serlo de la Corte, á la de treinta y cinco, según los artículos 62 y 16 de aquel Código y 150 y 154 de la Constitución. De las Constituciones ya mencionadas, exigen para ocupar puesto en el más alto tribunal de justicia, 25 años de edad las del Paraguay, Honduras y Nicaragua; 30 las del Brasil, Argentina, Venezuela, el Salvador, Costa Rica, Santo Domingo y Haití; 35, las del Ecuador y México; y 40 las del Uruguay y Bolivia.

Si bien los años no son siempre garantía de madurez y de juicio, porque muchos jóvenes suelen ser más sensatos que muchos viejos, sí sirven por lo regular para acreditar la cordura y la experiencia de los hombres.

La Jurisprudencia es el estudio del corazón humano y mal puede supo­nerse conocimiento de ese insondable corazón, en quien apenas principia á abrir el suyo á las ilusiones de la vida. De ahí que mientras más encumbrado sea el puesto que entre los juzgadores se dé á un ciudadano, se requiera en él edad más avanzada, porque solo el diario y penoso aprendizaje de la ex­periencia, con su cúmulo de penas y desencantos, enseña al hombre la amarga ciencia de la vida, mientras le va cubriendo de nieve los cabellos y enlutando de tristezas el espíritu. Los jueces, como los montes cuando el sol declina, deben tener la luz arriba y la sombra abajo: sabiduría en la mente y frialdad en el corazón.

Alejamiento de la política.- No sé si en el globo haya otro pueblo tan dado á la política como el de Colombia; pero á buen seguro que si lo hay, no le supera nunca en entusiasmo y apasionamiento por esa materia. Aquí desde el más alto funcionario público hasta el más infeliz haragán, todos viven afanados hablando de asuntos políticos, entregados á ellos, acosados por ellos. Se gastan el tiempo y la actividad de muchos en discutir candi­daturas y en fraguar intrigas, mientras las bellas letras mueren donde sobra el talento, mientras la industria agoniza por falta de brazos, mientras las artes desfallecen por descuido de todos. Tristeza profunda siente el corazón patriota cuando ve tanta energía y tantas buenas condiciones que pudieran servir para impulsar el carro del progreso, agotarse en bastardos intereses banderizos; cuando ve que la briosa juventud, en vez de estar pensando en los ferrocarriles, en los caminos, en las fábricas, lucha y relucha por conse­guir destinos donde el carácter se envilece y la virilidad del espíritu se extingue; cuando ve que las robustas masas populares, lejos de estar descuajando las selvas, explotando las riquísimas minas ó tendiendo los alambres y rieles bienhechores, signos de redención y de adelanto, vegetan tristemente en la ignorancia, destinadas á ganar mentidas elecciones ó á abonar los campos con su sangre en nuestras desastrosas guerras fratricidas. El interés de partido predomina aquí sobre todo, aun sobre los más altos y sagrados intereses de la patria. De tal modo, que muchos la sacrificarían ó la verían sacrificar tranquilamente, á trueque del encubrimiento de sus ídolos, en cambio del triunfo de lo que llaman con énfasis la causa, que las más de las veces no es para ellos un conjunto valioso de ideas y de principios, sino el montón de hombres que encabeza el respectivo bando, cuando no una mera personalidad que lo desbanda.

Siendo pues la influencia de las ideas y de los intereses políticos tan incesante y tan poderosa en todos nuestros actos, conviene aislar de ella á los jueces cuanto sea posible; porque si la amistad, la antipatía y otras causas, pueden ser parte á torcer su rectitud aun sin que ellos mismos lo noten, la política -dado nuestro carácter- la torcerá sin duda de un modo más se­guro y más peligroso. Para evitar la influencia de la política, es indispen­sable que el Poder Judicial no dependa del Ejecutivo; que sus miembros se sientan firmes en sus puestos mientras sobresalgan por su consagración, su acierto y su honradez; y que no tengan nada que temer ni qué esperar de los otros poderes públicos. Allí donde para obtener el pago del sueldo tienen que estar casi de rodillas ante otros funcionarios, donde esperan promociones ó temen remociones del Gobierno, donde su porvenir entero depende de la suerte de un partido político, forzosamente pondrán sus influencias en servicio de éste, se mezclarán en la política activa, y entonces es muy fácil que sus fallos se vean tocados de parcialidad.

Audiencias extra judiciales.- Con mucha razón se prohíbe á los jueces dar audiencia extrajudicial á las partes. Todo lo que el litigante tenga que comunicar al juez, debe decírselo públicamente, ya por escrito en los autos, ya de palabra en las audiencias, de modo que siempre la contraparte pueda replicar y defenderse. Si la causa es justa, no haya para qué pedir al juez entrevistas á solas que lo hacen perder un tiempo precioso; y si es injusta, la cita no puede tener otro fin que el de hacer valer indebidos empeños, y el juez debe rechazarla por injuriosa. "Por más que se hable, dice Rousseau, ó el que solicita á un juez lo exhortará á que cumpla con su deber, y en este caso le hace una injuria, ó le propone una acepción de personas, é intenta seducirlo, puesto que toda acepción de personas es un crimen en el juez que debe conocer el negocio, más no á las partes, y no ver más que el orden y la ley".

Lord Masfield decía: "Es para mí una regla invariable no oír jamás una sola palabra fuera del Tribunal sobre causa que ante mi penda ó en que haya probabilidad de que pueda ser sometida más adelante á mi conocimiento".

Aun cuando las conferencias extra judiciales de los jueces con las partes no tengan ningún mal fin; mas digo, aunque su objeto sea muy noble y muy bueno, siempre ellos, por su propio interés, deben evitarlas, para alejar sos­pechas injuriosas, para no dar alimento á las villanas lenguas de los murmu­radores. A los jueces como á la esposa de aquel hombre ilustre de que habla la historia, no les basta ser honrados, han menester parecerlo.

Locales.- Como en todo influye la apariencia y como por la vista entran las primeras impresiones que muchas veces son las que encarrilan definitiva­mente el espíritu por determinada vía, conviene, siquiera sea por eso, cuando no por la importancia de las funciones del Juzgador, hacer que los locales de los Tribunales y juzgados, sean no solo decentes, cómodos y bien arreglados, sino majestuosos é imponentes, cual cumple al santuario de la ley, al recinto de la justicia. "El aparato, dice Bentham, convierte en palacio un teatro y á un cómico en rey. Explíquese ó no esta preocupación universal, el hecho es incontestable, y ya que tanto se le hace servir para engañar á los hombres, preciso es emplearlo para su bien. Seguramente que un juez no será más infalible por hallarse revestido de púrpura, pero la multitud estará más dispuesta á oírle con sumisión; él mismo se respetará á sí propio más, cuanto más superior parezca á un hombre vulgar, y más temerán los testigos mentir en su presencia. Su conciencia estará, por decirlo así, más despierta y avisada por la majestad del sitio y de la persona".

Desfallece el ánimo y hasta inconscientemente nacen en el espíritu dudas de la sabiduría de los jueces, de la rectitud de los fallos, de la eficacia de la ley, cuando se ve que la justicia se administra en lugares desmantelados y miserables, donde reinan el desaseo y el desorden, donde todo el mundo discute en voz alta, donde son necesarios grandes cartelones para indicar á los que entran que deben descubrirse. De ahí talvez el artículo 624 del Có­digo Judicial, que dice que á las matronas y á las señoras de estado honesto se les recibirán sus declaraciones en sus casas, con perjuicio de la igualdad republicana y con peligro de distinciones ó de clasificaciones odiosas que los jueces tienen que hacer á su capricho, pues en autos no puede constar nunca cuál mujer es una señora, y cuál por la clase humilde á que pertenece no es digna de tal título, aunque por su honrada conducta sea tan apreciable como la más altiva dama. Si los juzgados fuesen, como deben ser, respe­tables templos de la verdad y de la ley, nadie tendría por qué avergonzarse de ir á ellos, y las damas y los caballeros del más alto rango entrarían allí con el recogimiento con que entran á los lugares sagrados donde rinden culto al Dios de sus creencias.

Número de Jueces que deben dar los fallos.- Se ha discutido mucho sobre si las sentencias deben ser proferidas por un solo individuo ó por va­rios. Contra la pluralidad se ha alegado principalmente: 1°. Que la responsa­bilidad del Juez, de donde depende en gran parte su probidad, desaparece casi por completo cuando es repartida entre muchos, mientras que cuando el Juez es único y se ve solo, frente á frente del público, ella es enorme y lo obliga á estudiar más y á esforzarse más por acertar; 2°. Que la pluralidad implica mayores gastos á la Nación y sobre todo mayor demora en la admi­nistración de justicia, porque mientras tres ó más individuos discuten el asunto, suponiendo que no todos lo estudien á fondo, mientras acuerdan el proyecto y mientras firman el fallo, se pierde un tiempo preciosísimo, que no se perdería si fuese un solo individuo el juzgador; 3°. Que las ventajas que se esperan de la pluralidad desaparecen y se hacen nugatorias siempre, porque los Magistrados se dan voto recíproco de confianza, de manera que lo que el sustanciador ó ponente lee á los colegas, se acepta las más de las veces sin replicar y sin más estudio, lo que hace que el Tribunal venga á ser unitario, pero dejando repartida la responsabilidad; 4°. Que bien sea por la superioridad real de un Magistrado sobre los otros, bien por el genio domi­nante de uno y la bondad de los demás, ó por muchos otros motivos, el hecho es que en esas Corporaciones se establece casi siempre una subor­dinación tácita, que hace que la opinión del que tiene mayor ascendiente sea la que prevalezca; de modo que se ofrece á la seducción una puerta tanto más peligrosa cuanto es más disimulada, porque conseguido el favor del princi­pal, está logrado el de los que lo siguen; y 5°. Que, al decir de Bentham, "el número puede servir para ocultar abusos y parcialidades so pretexto de celo por el honor y dignidad de la Corporación. No solo nadie quiere re­conocer un error, sino que prefiere agravar sus faltas antes que confesarlas. ¡Desgraciado del que injurie á un Tribunal ó á uno de sus individuos! Cada cual en la apreciación de la injuria, aparentando no consultar más que el interés común, no sirve en realidad más que á su propio orgullo. Son ju­gadores que se entienden entre sí y que llevan la banca contra el público".

Sin desconocer la fuerza de estas razones, es sin embargo, evidente que si varios individuos, todos ilustrados y respetables (porque debemos suponer que los son), estudian una causa cuidadosamente (porque es preciso partir de que cumplen su deber), sin limitarse á dar inconsciente voto de confianza al sustanciador, tienen, sin duda, mayores probabilidades de acierto que uno solo. Las cuestiones jurídicas, de suyo intrincadas, se prestan á interpretaciones y apreciaciones muy diversas que hacen menester la ciencia del uno, la sagacidad del otro, la memoria de éste, la experiencia de aquél. De ahí que sea conveniente la pluralidad, ya que no en todos los asuntos y en toda clase de resoluciones, porque entonces serían la administración de justicia en extremo costosa y los juicios interminables, sí en las sentencias definitivas de segunda instancia en asuntos de mayor cuantía, en los fallos de la Corte Suprema y en los demás casos que nuestras leyes, acertadas á ese respecto, han determinado.

Rápidamente hemos visto las principales condiciones que se han de buscar en los individuos para obtener buenos jueces y lo que han de hacer los Legisladores y los Gobiernos para proporcionar al país buena adminis­tración de justicia.

Y ya que entre nosotros -me es grato repetirlo- el Poder Judicial es digno y honorable, porque sus miembros en general han sabido demostrar que merecen su honroso cuanto delicado puesto, y porque entre ellos se distinguen varios jurisconsultos que son glorias del foro, concluyo haciendo notar que el público, y sobre todo el que litiga, puede también por su parte coadyuvar al perfeccionamiento de esa rama del Poder social, en cuyas manos están los intereses, la tranquilidad y hasta el honor y la vida de los asociados.

El público digno y honrado influye más de lo que se cree en el mejora­miento ó en el descrédito del Poder Judicial. Si le otorga generosa confianza; si coopera con sus luces y su buen consejo á la recta interpretación de la ley; si le presta el apoyo del justo aplauso, discernido á los que se distinguen por su laboriosidad, su talento ó su visión jurídica, le hará muchísimo bien; pero si mira á los juzgadores como enemigos, como personas temibles, de quienes hay que huir; si los aísla en su escabroso camino, envolviéndolos en atmósfera de desconfiada indiferencia, entonces lanza sobre ellos el des­aliento que mata las energías necesarias para la lucha, la tristeza que corta las alas del alma, el desengaño que hace que los hombres, como los buques, se varen en la mitad de la vida y dejen sus aptitudes perderse una por una, cual se dispersan los maderos de un barco náufrago, uno en pos de otro al golpear de las olas y de los vientos.

Por lo regular á nadie se juzga con tanta injusticia como á los adminis­tradores de justicia. Rara vez se aprecian la consagración, los esfuerzos, la sana intención de los jueces. El que gana un asunto nunca atribuye el éxito al saber y á la rectitud del juez, pero ni aun á la justicia de la causa, sino á su propio talento, á su habilidad y á su sabiduría; y el que lo pierde jamás nota sus propios descuidos, su falta de pruebas ó acaso su sinrazón, sino que culpa al Juez calificándolo de ignorante, estúpido ó perezoso, cuando no de prevaricador ó corrompido. Debiéramos pensar que, salvo rarísimas excepciones que acaso puedan ocurrir, los jueces entran á ejercer su difícil cargo con la mejor intención de acertar; que los más son jóvenes que quieren abrirse una carrera y en cuyo interés está salir bien de esa prueba, antes de cerrarse el ansiado porvenir con una acción infame; y que todos, sin excep­ción, cuando aceptan tan delicado puesto -eterno blanco de los tiros de los malvados- es porque van á ganar su vida trabajando, y el hombre que trabaja da prenda de honradez, que debemos aceptar como consoladora presunción moral, mientras una prueba evidente no acredite lo contrario.

Además, como dice Grimke: "Las ocupaciones de los jueces son de un elevado carácter intelectual, y todas las de esta clase ejercen una influencia favorable sobre el carácter. Tienen decididamente una tendencia moral. Aunque la investigación de las cuestiones legales pueda no contribuir á aclarar y vigorizar la inteligencia tanto como algunas otras ocupaciones mentales, ayuda poderosamente á reforzar las cualidades morales. Las funciones que el juez está llamado á desempeñar, consisten en la aplicación de las reglas de moral á los negocios de la vida real, y son por lo mismo calcu­ladas para imprimir á toda su conducta un aire de seriedad y conciencio­sidad. Ser llamado como árbitro en las numerosas é importantes cuestiones entre los individuos, sentarse á juzgar sobre la vida y reputación de un semejante, tener la balanza de la justicia con firme é incontrastable mano, son deberes de importancia no común, y que de todos modos son aptos para purificar y elevar el carácter, excepto en naturalezas mal formadas".

Oh! sí, por honor de la humanidad, y sobre todo de nuestra patria, en cuyos hijos es genial y característica la buena fe, creamos en la rectitud de los jueces mientras no palpemos que han rodado á la infamia. No añadamos con ofensivas dudas más amargura al amargo pan de los administradores de justicia. Consideremos que ni al juez más honrado, que se haya desvivido por dejar sus fallos y su conducta como timbre de honor para sus hijos, le faltará nunca un miserable calumniador que lo denigre, que ni á Cristo fal­tó un vil sayón que le escupiese el rostro!

Bogotá, Octubre de 1898.